Guido Rojas, un joven estudiante de tés blanca de madre afrodescendiente, estaba obligado a caminar más de una hora desde La Toma hasta El Pucará, donde vivía con su familia.
Ya de regreso, en la solitaria noche caminaba junto a su inseparable sombra, maquinando el mejoramiento del difícil arte de conquistar las chicas más bonitas del lugar. Por su mente pasaban los recuerdos de la tremenda «chupa» con sus amigos la noche del sábado. La conversa que siempre predominaba en el grupo de compinches era las aventuras vividas en el amor, picardías y ocurrencias que nunca faltaban.
Ya avanzados en copas Javier, su amigo, y Guido hicieron un pacto…
Contaba con un mes ya en camino, en el que tenía que enamorar el mayor número de jóvenes mujeres que jamás se haya podido lograr en otros tiempos; un reto idea doy sellado en esa noche de copas, los demás amigos, como era de esperar, apoyando el acuerdo. Noches de bohemia, consumidas entre licor y música que sonaba en la rockola, gracias a unas cuantas monedas que le introducían en dicha máquina.
Por el año 1970, La Vega contaba ya con energía eléctrica, unos cuantos postes con sus lámparas alumbrando por las noches solo en la calle principal y en las viviendas; el progreso se sentía llegar a paso de tortuga. El único salón esquinero de La Vega, era lo que hoy diríamos una discoteca, tenía múltiples actividades entre semana se convertía en sala de cine, apto para todo público con el único televisor del pueblo; niños y adultos enviciados en la novela de las siete «Mariana de la Noche», luego «La Huayca», la sala se llenaba todas las noches lo que aprovechaba el dueño para vender helados de todos los sabores y colores, las empanaditas de queso, hechas en horno de leña con pedido, también su esposa Gloria preparaba el seco de gallina o el exquisito seco de chivo; negocio redondo de este pequeño empresario y hombre visionario don Benigno Celi.
Al costado, el salón de billar que en las noches estaba lleno de jóvenes. Esta esquina se convertía en el único centro de diversión del pueblo.
Los amigos, Guido y Javier tenían una meta por
cumplir: al final del mes, se presentaría a cada joven conquistada, el perdedor pagaría las cervezas consumidas hasta el amanecer.
Esto tiene que cambiar algún día, le pondré más ganas al estudio, ya mucha pendejada conmigo, Guido hablaba para sí mismo.
La brisa helada de la noche lo envolvía todo, acu naba con dulzura los imparables pensamientos que fluían en su mente, que no paraban de maquinar la mejor manera de llegar a la meta, aunque su conciencia le decía lo contrario.
El joven avanzaba por el camino sin prisa, había recorrido largo trecho; ya cerca del poblado, en El Blanquillo, este lugar de suelo calizo, que debe tener abundantes sales calcárea, moldeada por el tiempo, las aguas y el impaciente viento que acaricia todo; por ser árido y seco con pequeñas hondonadas como un diminuto desierto, era el preferido de los niños para sus juegos.
El Blanquillo, al igual que El Salado, han desaparecido actualmente del mapa.
Justamente al llegar a este lugar despoblado, todos sus pensamientos desaparecieron, el silencio de la noche se trizó al tropel de una cabalgadura, el cascabeleo de frenos desprendía destellos a la menor fracción de luz producida por la luna.
Guido quedó estupefacto, el cuero cabelludo le
pareció que aumentó de espesor sintiéndose como puerco espín, con los vellos erguidos como si fueran estacas. Se detuvo en seco, su cabeza aumentó el volumen y el pelo parado, al igual que los vellos del cuerpo, sentía que se le querían desprender de la piel. Los pies adheridos a la tierra por la voluntad perdida se fundieron como si estuviera sembrado en el suelo; el grito que pegó la afásica voz que no escapó del silencio, ahí enredadas en la garganta se quedaron las palabras.
Los ojos fijos sobre la pequeña hondonada del Blanquillo, descubrieron la presencia del legendario caballo del diablo que se dirigía, pero al contrario, por el mismo camino. Se acercaba cada vez más a él; una eternidad de miedos liberados haciendo de las suyas en su mente. La luz de la luna clarísima por cierto, dejaba al descubierto el tenebroso espectro que crecía, como también su miedo crecía sin control alguno alumbrando por las noches solo en la calle principal y en las viviendas; el progreso se sentía llegar a paso de tortuga. El único salón esquinero de La Vega, era lo que hoy diríamos una discoteca, tenía múltiples actividades: entre semana se convertía en sala de cine, apto para todo público con el único televisor del pueblo; niños y adultos enviciados en la novela de las siete «Mariana de la Noche», luego «La Huayca», la sala se llenaba todas las noches lo que aprovechaba el duelo para vender helados de todos los sabores y colores, las empanaditas de queso, hechas en horno de leña con pedido, también su esposa Gloria preparaba el seco de gallina o el exquisito seco de chivo; negocio redondo de este pequeño empresario y hombre visionario don Benigno Celi.
Al costado, el salón de billar que en las noches estaba lleno de jóvenes. Esta esquina se convertía en el único centro de diversión del pueblo.
Los amigos, Guido y Javier tenían una meta por cumplir: al final del mes, se presentaría a cada joven conquistada, el perdedor pagaría las cervezas consumidas hasta el amanecer.
Esto tiene que cambiar algún día, le pondré más ganas al estudio, ya mucha pendejada conmigo, Guido hablaba para sí mismo.
La brisa helada de la noche lo envolvía todo, acunaba con dulzura los imparables pensamientos que fluían en su mente, que no paraban de maquinar la mejor manera de llegar a la meta, aunque su conciencia le decía lo contrario.
El joven avanzaba por el camino sin prisa, había recorrido largo trecho; ya cerca del poblado, en El Blanquillo, este lugar de suelo calizo, que debe tener abundantes sales calcárea, moldeada por el tiempo, las aguas y el impaciente viento que acaricia todo; por ser árido y seco con pequeñas hondonadas como un diminuto desierto, era el preferido de los niños para sus juegos.
El Blanquillo, al igual que El Salado, han desaparecido actualmente del mapa.
Justamente al llegar a este lugar despoblado, todos sus pensamientos desaparecieron, el silencio de la noche se trizó al tropel de una cabalgadura, el cascabeleo de frenos desprendía destellos a la menor fracción de luz producida por la luna.
Guido quedó estupefacto, el cuero cabelludo le pareció que aumentó de espesor sintiéndose como puerco espín, con los vellos erguidos como si fueran estacas. Se detuvo en seco, su cabeza aumentó el volumen y el pelo parado, al igual que los vellos del cuerpo, sentía que se le querían desprender de la piel. Los pies adheridos a la tierra por la voluntad perdida se fundieron como si estuviera sembrado en el suelo; el grito que pegó la afásica voz que no escapó del silencio, ahí enredadas en la garganta se quedaron las palabras.
Los ojos fijos sobre la pequeña hondonada del Blanquillo, descubrieron la presencia del legendario caballo del diablo que se dirigía, pero al contrario, por el mismo camino. Se acercaba cada vez más a él; una eternidad de miedos liberados haciendo de las suyas en su mente. La luz de la luna clarísima por cierto, dejaba al descubierto el tenebroso espectro que crecía, como también su miedo crecía sin control alguno en el paralizado cuerpo. Parecía, ni más ni menos la
estatua de la libertad».
«iAhhhhh! ¡Es el mismísimo diablo!» se dijo para sus adentros.
Con toda esta situación se olvida de respirar por un momento, el corazón late acelerado y golpea el pecho con tanta fuerza, que podía escuchar claramente
el latir enloquecido. Eternidad de miedos corriendo en estampida cual lobos desenfrenados. Seguía in móvil, esperando que las finas garras atraparan su
Una voz ronca retumba en la noche, parecía salir de ultratumba; esto le hizo correr un escalofrío por todo el cuerpo. «Este es mi final» Ese veloz pensamiento le cruzó por la mente.
¡Hola hombre! ¡Qué haces ahí parado? le pregunta el diablo.
Vuelve a respirar de inmediato, haciendo esfuerzo abre bien los ojos y fija la mirada, estaba a solo un paso del caballo del diablo; trata de tranquilizarse, el corazón no calma, más sigue en su aceleramiento incontrolado.
El famoso caballo no era más que un viejo burro y el jinete …
Don Pancho Ortiz, más conocido como «Suco Ortiz», saliendo de la huerta de El Tingo.
Autora: Judith Ruiz (Las Sombras del Salado)