Encuentro con el Diablo

0
1238

Guido Rojas, un joven estudiante de tés blanca de madre  afrodescendiente,  estaba  obligado a caminar más de una hora desde La Toma hasta  El Pucará, donde vivía con su familia.

Ya de regreso, en la solitaria noche caminaba jun­to a su inseparable sombra, maquinando el mejoramiento del difícil arte de conquistar las chicas más bonitas del lugar. Por su mente pasaban los recuerdos de la tremenda «chupa» con sus amigos la noche del sábado. La conversa que siempre predominaba en el grupo de compinches era las aventuras vividas en el amor, picardías y ocurrencias que nunca faltaban.

Ya avanzados en copas Javier, su amigo, y Guido hicieron un pacto…

Contaba con un mes ya en camino, en el que tenía que enamorar el mayor número de jóvenes mujeres que jamás se haya podido lograr en otros tiempos; un reto idea doy sellado en esa noche de copas, los demás amigos, como era de esperar, apoyando el acuerdo. Noches de bohemia, consumidas entre licor y música que sonaba en la rockola, gracias a unas cuantas monedas que le introducían en dicha máquina.

Por el año 1970, La Vega contaba ya con energía eléctrica, unos cuantos postes con sus lámparas alumbrando por las noches solo en la calle principal y en las viviendas; el progreso se sentía llegar a paso de tortuga. El único salón esquinero de La Vega, era lo que hoy diríamos una discoteca, tenía múltiples actividades entre semana se convertía en sala de cine, apto para todo público con el único televisor del pueblo; niños y adultos enviciados en la novela de las siete «Mariana de la Noche», luego «La Huayca», la sala se llenaba todas las noches lo que aprovechaba el dueño para vender helados de todos los sabores y colores, las empanaditas de queso, hechas en horno de leña con pedido, también su esposa Gloria preparaba el seco de gallina o el exquisito seco de chivo; negocio redondo de este pequeño empresario y hombre visionario don Benigno Celi.

Al costado, el salón de billar que en las noches estaba lleno de jóvenes. Esta esquina se convertía en el único centro de diversión del pueblo.

Los amigos, Guido y Javier tenían una meta por

cumplir: al final del mes, se presentaría a cada joven conquistada, el perdedor pagaría las cervezas consumidas hasta el amanecer.

Esto tiene que cambiar algún día, le pondré más ganas al estudio, ya mucha pendejada conmigo, ­Guido hablaba para sí mismo.

La brisa helada de la noche lo envolvía todo, acu­ naba con dulzura los imparables pensamientos que fluían en su mente, que no paraban de maquinar la mejor manera de llegar a la meta, aunque su conciencia le decía lo contrario.

El joven avanzaba por el camino sin prisa, había recorrido largo trecho; ya cerca del poblado, en El Blanquillo, este lugar de suelo calizo, que debe tener abundantes sales calcárea, moldeada por el tiempo, las aguas y el impaciente viento que acaricia todo; por ser árido y seco con pequeñas hondonadas como un diminuto desierto, era el preferido de los niños para sus juegos.

El Blanquillo, al igual que El Salado, han desaparecido actualmente del mapa.

Justamente al llegar a este lugar despoblado, todos sus pensamientos desaparecieron, el  silencio de la noche se trizó al tropel de una cabalgadura, el cascabeleo de frenos desprendía destellos a la menor fracción de luz producida por la luna.

Guido quedó estupefacto, el cuero cabelludo le

pareció que aumentó de espesor sintiéndose como puerco espín,  con los vellos erguidos como si fue­ran estacas. Se detuvo en seco, su cabeza aumentó el volumen y el pelo parado, al igual que los vellos del cuerpo, sentía que se le querían desprender de la piel. Los pies adheridos a la tierra por la voluntad perdida se fundieron como si estuviera sembrado en el suelo; el grito que pegó la afásica voz que no escapó del silencio, ahí enredadas en la garganta se quedaron las palabras.

Los ojos fijos sobre la pequeña hondonada del Blanquillo, descubrieron la presencia del legendario caballo del diablo que se dirigía, pero al contrario, por el mismo camino. Se acercaba cada vez más a él; una eternidad de miedos liberados haciendo de las suyas en su mente.  La luz de la luna clarísima por cierto, dejaba al descubierto el tenebroso espectro que crecía, como también su miedo crecía sin control alguno alumbrando   por las noches solo en la calle principal y en las viviendas; el progreso  se sentía  llegar a paso  de tortuga.   El único  salón esquinero de La Vega, era  lo que  hoy diríamos  una  discoteca,  tenía  múltiples actividades:  entre semana  se convertía  en sala de cine,  apto para todo público  con el único televisor  del pueblo;  niños y adultos  enviciados  en la novela de las siete  «Mariana   de la Noche», luego  «La Huayca»,  la sala se llenaba todas las noches lo que aprovechaba el duelo para vender helados  de todos los sabores  y colores, las empanaditas   de queso,  hechas  en horno  de leña con pedido,  también  su esposa  Gloria preparaba el seco de gallina o el exquisito seco de chivo; negocio redondo de este pequeño empresario y hombre  visionario don  Benigno Celi.

Al costado, el salón de billar que en las noches  estaba  lleno de jóvenes.  Esta esquina se convertía  en el único centro  de diversión  del pueblo.

Los amigos, Guido y Javier  tenían   una  meta  por cumplir:  al final del mes,  se presentaría a cada joven conquistada,  el perdedor  pagaría  las cervezas consumidas  hasta  el amanecer.

Esto   tiene que cambiar   algún   día, le  pondré más  ganas  al estudio,  ya mucha  pendejada conmigo,  ­Guido   hablaba para  sí mismo.

La brisa helada de la noche lo envolvía  todo, acunaba  con  dulzura  los imparables   pensamientos  que fluían  en su mente,  que  no paraban   de maquinar   la mejor manera  de llegar a la meta,  aunque  su conciencia le decía lo contrario.

El joven avanzaba  por  el camino  sin prisa,  había recorrido   largo  trecho;  ya  cerca  del  poblado, en El Blanquillo,  este lugar  de suelo calizo,  que debe tener abundantes  sales  calcárea,  moldeada  por el tiempo, las  aguas  y el impaciente  viento  que  acaricia  todo; por ser árido y seco con pequeñas  hondonadas  como un  diminuto   desierto,   era  el preferido   de los niños para sus juegos.

El Blanquillo,  al igual que El  Salado,  han  desaparecido actualmente   del mapa.

Justamente al llegar a este lugar despoblado, todos sus pensamientos   desaparecieron,  el  silencio de la noche  se trizó  al tropel  de una  cabalgadura, el cascabeleo  de frenos desprendía destellos  a la menor fracción  de luz producida   por la luna.

Guido quedó estupefacto,  el  cuero  cabelludo le pareció  que  aumentó  de  espesor   sintiéndose   como puerco  espín,   con  los  vellos  erguidos   como  si fueran estacas.  Se detuvo en seco, su cabeza aumentó el volumen  y el pelo parado,  al igual que los vellos del cuerpo, sentía que se le querían  desprender de la piel. Los pies adheridos a la tierra  por la voluntad  perdida se fundieron  como si estuviera  sembrado  en el suelo; el grito que pegó la afásica  voz que no escapó  del silencio,  ahí  enredadas  en la garganta  se quedaron   las palabras.

Los ojos fijos sobre  la  pequeña   hondonada  del Blanquillo,  descubrieron la presencia  del legendario caballo del diablo que se dirigía,  pero al contrario,  por el mismo camino.  Se acercaba cada vez más a él; una eternidad   de miedos liberados  haciendo  de las suyas en su mente.  La luz de la luna  clarísima  por  cierto, dejaba  al descubierto   el tenebroso   espectro  que crecía, como también  su miedo crecía sin control  alguno en el paralizado  cuerpo.  Parecía, ni más ni menos la

estatua  de la libertad».

«iAhhhhh!  ¡Es el mismísimo  diablo!»   se dijo para sus adentros.

Con toda  esta  situación   se olvida  de respirar   por un momento,  el corazón late acelerado  y golpea el pecho con tanta  fuerza,  que podía  escuchar  claramente

el latir  enloquecido.   Eternidad   de miedos  corriendo en  estampida   cual  lobos  desenfrenados.   Seguía  in­ móvil,  esperando  que  las finas  garras  atraparan  su

 Una voz ronca  retumba en la noche,  parecía  salir de ultratumba;   esto  le hizo correr  un escalofrío  por todo el cuerpo.  «Este es mi final»  Ese veloz pensamiento  le cruzó por la mente.

­ ¡Hola   hombre!  ¡Qué haces  ahí parado?  ­ le  pregunta  el diablo.

Vuelve a respirar  de inmediato, haciendo  esfuerzo abre  bien  los ojos y fija la mirada,  estaba  a solo un paso  del  caballo  del  diablo;   trata  de tranquilizarse, el corazón  no calma,  más  sigue en su aceleramiento incontrolado.

El famoso  caballo  no era  más  que un viejo burro y el jinete …

Don Pancho  Ortiz,  más conocido  como «Suco Ortiz», saliendo  de la huerta  de El Tingo.

Autora: Judith Ruiz (Las Sombras del Salado)